Andanzas

Despedirnos


Cuando estaba en primer grado tuvimos que hacer una obra por el 25 de Mayo. Para eso, los más chicos teníamos que ir disfrazados de pajaritos y recitar: “nosotros también somos la Patria”.

Cuando llegué a la escuela, ataviada con el traje que me había hecho mi abuela Mari, todos los pajaritos eran amarillos salvo yo, que era gris. El sentimiento de ser tan diferente al resto me hizo romper en llanto, avergonzada de ser esa paloma con una peluca de mi tía abuela y ese poncho de plumas de sillón que visto en la foto.

Mi abuela me explicó que los pajaritos rara vez eran amarillos y con extremidades anaranjadas. Salvo que fueran canarios, algo medio inusual de ver “acá donde vivimos, a menos que fueran criados en cautiverio”. Yo tenía sólo seis años, pero no era la primera vez que mi abuela interrumpía mis desconsuelos de forma tan tajante. Así era ella.

Un año antes del episodio de la foto me había dicho, mientras lloraba por el recién descubierto miedo a morir: “Cómo puede ser que eso te de miedo a tu edad; mirame a mí con todos los años que tengo y eso no me afecta para seguir viviendo”, fueron sus palabras.
Lo pienso y en ese momento ella no debía haber llegado a los 75 años. Vivió casi 24 años más.

Sin embargo, todo ese año, cuando le tocaba acompañarnos a la hora de irnos a dormir, nos contaba el cuento de una mujer que le pedía a su Dios vivir para siempre. La mujer veía a todos morir a su alrededor mientras ella permanecía en soledad. “Al final me convertí en la del cuento”, me diría con una sonrisa irónica pero cargada de angustia a sus 95.

Fue profundamente habilidosa para coser y tejer, era inteligente y memoriosa hasta el final. A veces veo en mí misma esa capacidad de recordar “como un Elefante”, como decía orgullosa. Amaba las plantas, las aves, adoraba la belleza de los gatos aunque despreciaba su instinto asesino. Enviudó muy joven pero le dio más oportunidades al amor pese a que vio partir a dos compañeros más. Lo que nunca superó fue ver irse uno a uno a sus hermanos mayores en orden de llegada hasta quedar huérfana por completo.

El episodio del pajarito me hizo entender muchas cosas. Pero principalmente aprendí sobre la importancia de evitar compararse con el entorno sólo para pertenecer. Se nos había dado la tarea de representar pájaros, no patos.

Hasta el último día nos dio a todos la alegría de recordar nuestras caras y decir nuestros nombres pese a su gran cansancio de vivir. Conoció a dos bisnietas y vivió sin limitarse.

Hace diez días nos despertamos todos en la familia con la noticia de que la matriarca finalmente había partido. Nadie se sorprendió aunque nadie estaba preparado. Entiendo que esa fue su última enseñanza: No importa cuanto te prepares, la hora de despedirse llega un día y vas a tener que lidiar con ella, abrazándote al sinfín de enseñanzas que puede dejar una vida, codo a codo con quienes tuvieron la suerte de cruzarla en su camino.

Dedicado a María Abdala Busnahe
14 noviembre de 1923 – 8 de junio 2020

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