Por Javier Puntieri, IRNAD, UNRN/CONICET

A los seres humanos nos gusta darle a nuestro entorno la forma que nos agrada y, sobre todo, la más conveniente a nuestros intereses y más acorde con nuestro estilo de vida. Este manejo del medio ambiente se resume plenamente en la forma de los árboles. A lo largo de la historia, llegamos a la conclusión de que ellos, los seres vegetales más voluminosos, nos vienen bien para disponer de materiales de construcción, frutas, sombras, colores y formas. Quedaron lejos en el tiempo las épocas en que los bosques nos inducían el miedo a lo desconocido y a la oscuridad.
Primero los controlamos a fuerza de hachas y de sierras, después los arrasamos con máquinas y finalmente llegamos a cultivar y domesticar muchos tipos de árboles para formar bosques a nuestra medida. Conseguimos hacer crecer árboles con una estructura ampliamente aceptada por la gente. La imagen típica de un árbol se volvió parte de un ideario tan fuertemente arraigado como los mismos árboles, y se difundió
en todos los ámbitos, a nivel mundial y en todos los estratos sociales. Y la palabra árbol pasó a denominar a esa planta de gran tamaño con un tronco vertical y ramas laterales en su parte más alta.
Pero alcanza con ver un árbol urbano cuya poda haya sido descuidada por algunos años para darnos cuenta de que la imagen a la que estamos acostumbrados y que los diseñadores urbanos copian alegremente en sus bosquejos y planos, está tan simplificada que resulta casi utópica. Un árbol es mucho más complejo en su estructura que aquello que nos han impuesto como norma a lo largo de los últimos siglos. Tan incorporada tenemos la simplificación estereotipada de un árbol que dudamos en si es pertinente darle ese nombre a una planta leñosa que forma varias ramas fuertes o varios troncos desde su base. Si esa planta alcanza gran altura la aceptamos −no sin vacilar−, como árbol, pero si tiene pocos metros de altura nuestro
subconsciente toma el control y calificamos a la planta con la categoría de arbusto. Y cuando visitamos los bosques naturales nos cuesta reconocer a los árboles porque no encajan en el esquema mental construido, ya que suelen crecer de forma tortuosa para ganarse el sustento de luz que necesitan para vivir. Los árboles de los bosques naturales se desgajan, se pudren, vuelven a regenerarse, se curvan, se desgajan nuevamente, y pueden seguir así por siglos.
En contraste, los árboles de las forestaciones artificiales realizadas por las personas están disciplinados. Son el resultado de la selección de los ejemplares más ajustados a la humanidad: árboles semejantes entre sí y, −como no podía ser de otra forma−, con un tronco recto y vertical, amoldado a una esencia impostada y a una razón de ser. Completan este cuadro forestal alineación y equidistancia militar/industrial, para que
todos los árboles tengan iguales posibilidades de crecer y, por supuesto, de producir, a lo sumo por algunas décadas. Aunque el verde de las forestaciones le otorgue una impresión positiva a nuestra mirada, pretendiendo mejorar el paisaje, podríamos decir que se trata de “caricaturas de bosque”. No son pocas las personas que, profundamente empapadas por los dictados de la memoria cultural de corto plazo,
prefieren recorrer esas comunidades monótonas antes que aquellas generadas de forma natural a través de millones de años de evolución.
Estos árboles, los naturales, son plantas que, merced a la competencia con otras plantas por el acceso a luz solar, producen estructuras de diseños muy variados que se adaptan al entorno hasta donde les permiten sus posibilidades fisiológicas. Los árboles intentan permanentemente hacernos ver que tienen muchas caras, que es imposible ponerle barreras al significado de la palabra árbol. Los árboles no sólo nos guían en el aprecio de sus texturas, ritmos y contornos desordenados; también nos pueden guiar en el goce de la diversidad y en la deconstrucción de las nociones de “uniforme”, “ordenado” y “normal”. Pero por ahora los seres humanos nos resistimos y menospreciamos esa diversidad, como otras.
Categorías: Verde